La voluntad de los catalanes de anexionarse las Islas Baleares y convertirlas en una provincia más de Cataluña no es ninguna novedad. Es una constante histórica desde los albores del Reino de Mallorca que marca las relaciones entre mallorquines y catalanes. Tras la conquista cristiana, desde muy pronto se configura una identidad mallorquina que trata por todos los medios de preservar su autonomía y que choca con los deseos de fagocitación de los catalanes. Las tentativas catalanas para anexionarse el antiguo reino son dispares.
Ocupan militarmente la isla por dos veces durante el breve lapso de tiempo que dura el estado soberano del Reino de Mallorca (1276-1343); exigen a los reyes de la Casa de Mallorca que rindan vasallaje a los de la Corona de Aragón, lo que implica renunciar a considerar como propios los territorios mallorquines insulares y ultrapirenaicos y admitir que sólo los administran en usufructo; obligan a los síndicos mallorquines, una vez extinguido el reino privativo, a presentarse a las Cortes Catalanas, una exigencia a la que se negaron sistemáticamente al entender que no eran una provincia catalana. Los mallorquines sí aceptaron, en cambio, participar en las Cortes Generales de la Corona de Aragón ya que ello significaba estar a la misma altura que Cataluña, Aragón y Valencia. Por no hablar de la expoliación que sufre Mallorca –ríanse de la que denuncian ahora los nacionalistas– para sufragar los esfuerzos de guerra de la Corona de Aragón, una contribución sencillamente abusiva en términos demográficos.
Estos someros datos históricos nos advierten de que la tensión entre catalanes y mallorquines no es nueva y que siempre se ha resuelto con la resistencia de la inmensa mayoría de mallorquines a ser asimilados. La última de estas agresiones tiene lugar con el desembarco del capitán Bayo en Porto Cristo a instancias de la Generalidad. Y terminó como siempre, con unos pocos mallorquines pasándose a las filas catalanas, para asombro de las fuerzas de la Generalidad, que esperaban un respaldo masivo de la población.
A pesar de esta obsesiva voluntad fagocitadora, tan añeja como la existencia de colaboracionistas vendidos al oro de Barcelona, nunca antes el triunfo del catalanismo había llegado a ser tan rotundo como ahora. Ironías del destino, treinta años de autonomía política sólo han servido para entregar todo el poder al catalanismo cultural, que ha terminado adueñándose de todos los centros de poder con capacidad de influencia sobre la sociedad y las nuevas generaciones. La Iglesia, la UIB, la llamada comunidad educativa, Diario de Mallorca, el Grupo Serra, toda la izquierda política sin excepción, el mundo de la cultura, los periodistas, los sindicatos, todos han sucumbido a la religión catalanista. Esta realidad es la que hace del catalanismo un fortín inexpugnable.
Su estrategia, perfectamente diseñada para contar con la anuencia de los ingenuos y confiados, ha consistido en tratar todo lo mallorquín como una expresión de catalanidad. La invasión ha pasado de ser militar (o política) como antaño a ser cultural. Somos, en definitiva, una provincia catalana más, eso sí cultural, o al menos a eso aspiran sin ningún rubor. Al adueñarse de la cultura y de los centros del saber –cada vez menos sapientes, ciertamente–, ser catalanista ha sido la credencial obligatoria para moverse con garantías de éxito en ciertas esferas y así obtener cargos públicos, reconocimiento social y respeto intelectual. Un negocio redondo y una advertencia del futuro que les esperaba a los levantiscos indisciplinados.
La presión catalanista apenas ha encontrado resistencia. El Estado y la comunidad autónoma balear han renunciado a hacer pedagogía identitaria, han renunciado a ofrecer a la sociedad un relato identitario con unos referentes en los que sentirse identificados. Este vacío de poder ha sido ocupado por los catalanistas que, con dinero público, no han dado puntada sin hilo. Mientras unos hacían política en las escuelas y en todas partes, los otros se quedaban de brazos cruzados abonándoles la factura.
El PP balear, el partido que mejor representa la idiosincrasia del pueblo balear, de atenernos a los resultados de las urnas, ha renunciado a construir un discurso referencial con el que hacer frente al discurso catalanista. Al final, una identidad sólo se combate con otra identidad. Pensar que desde el liberalismo y la no intervención puede uno enfrentarse al nacionalismo agresivo es propio de cándidos e ingenuos. La comunidad valenciana no ha sucumbido a la pancatalanización –tanto o más persistente que la de aquí– como las Baleares porque se ha sabido defender y el PP valenciano, antes de entrar en barrena por la corrupción, sí había sabido identificarse con el pueblo valenciano ofreciéndole una alternativa referencial, simbólica, lingüística e identitaria opuesta a la que representan el cazasubvenciones Climent, ACPV o la revista El Temps.
Es impensable para un alcalde del PP valenciano amedrentarse por el chantaje de la minoría catalanista para que no le acusen de “traidor a sus raíces, a su tierra, a lo valenciano”. Y esto ocurre porque en la conciencia colectiva valenciana el extraño no es quien defiende el valenciano y el español, sino en todo caso aquel que defiende el catalán. Aquí, huelga decirlo, pasa todo lo contrario, con ejemplos lamentables como Antoni Pastor, Biel Serra o Coloma Terrassa mimetizándose con los catalanistas por miedo a sentirse arrastrados por la demagogia de la exclusión.
Si un estado, o una comunidad autónoma, quieren sobrevivir, no pueden dejar de lado los referentes (simbólicos, históricos, lingüísticos, institucionales, folklóricos) que le han dado su razón de ser y que conforman el relato de una conciencia colectiva común.Aquí el resultado de treinta años de autonomía política ha sido la pancatalanización más absoluta desde la conquista de 1229. En todo este proceso el catalanismo no ha dejado de avanzar conquistando nuevos espacios, uno tras otro, hasta alcanzar ámbitos como las fiestas patronales o el folklore que hace veinte años repudiaban por payés, vulgar o naïf. Actualmente, el glosador más famoso de Mallorca es Mateu Xurí, un separatista al que se le ha dado cancha desde el Balears y ahora desde el AraBalears. ¡Y ya tenemos glosas en catalán estándar! Muchas agrupaciones de “ball de bot”, “xeremiers” i “ximbombers” (eso que el PSM llama “cultura popular”) están pobladas de nacionalistas. En la Part Forana el influjo catalanista entre los jóvenes es tan fuerte y transversal a todos los partidos que alcaldes del PP con mayoría absoluta tratan de aparecer como lo que no son. Ni el PI de Jaume Font se plantea salir de la orden sagrada.
Este es el estado de la cuestión. O la sociedad civil se organiza o nadie nos sacará de esta pesadilla. Es inútil esperar nada de los partidos políticos, los grandes responsables del desaguisado. Seguir confiando en la secular resistencia pasiva de los mallorquines cuando los nietos corrigen a los abuelos porque no hablan catalán normalizado sería mirar para otro lado para no ver la cruda realidad: si el proceso sigue su curso, el futuro está en sus manos. O los viejos del lugar reaccionamos ya o vamos de camino a convertirnos en una provincia catalana más. Contamos con una ventaja. Estos últimos treinta años de imposición catalanista son una excepción en la milenaria historia de Mallorca que si en algo se ha distinguido ha sido, precisamente, en nuestra tenaz resistencia a ser asimilados.
(Joan Font Rosselló/El Mundo)
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